Lo que está claro, y nosotros debemos estar conscientes de eso, es que nadie nos dice la verdad respecto al Censo Nacional de Población y Vivienda.
En sentido amplio, un censo es el “padrón o lista de la población o riqueza de una nación o pueblo”. Cuando se habla de “riqueza” esta no se refiere necesariamente a la disponibilidad financiera, sino a los recursos con los que cuenta un país, y que son usados o pueden usarse para la satisfacción de las necesidades de sus habitantes.
En sentido estricto, con significado específico, un censo es un “acto estadístico: la operación realizada, por los organismos competentes del Poder Ejecutivo, a efectos de contar el número de personas o de hechos de determinada índole, para la formación de las estadísticas de población, industria, comercio, alfabetos y analfabetos, salubridad, delincuencia, asuntos tramitados ante los tribunales de justicia u oficinas públicas, ocupación y desocupación, etc.”. En esta interpretación, que es jurídica, el censo es una acción de Estado y por eso es ejecutada por uno de sus poderes, el Ejecutivo, y, además, se fija objetivos para el recuento que no solo puede ser poblacional, sino también de otras cosas o cuestiones.
En Bolivia, la institución que mejor ha interpretado el sentido de los censos es la Fundación Jubileo que, con el apoyo de expertos, nos ha recordado, antes de que el gobierno central decidiera suspenderlo, que el censo es, fundamentalmente, un instrumento de desarrollo porque el recuento poblacional no solo debería servir para saber cuántos habitantes tiene el país, sino también para identificar sus necesidades.
Sobre la base de esa última interpretación, un país que se respete a sí mismo llama a un censo para ir hasta cada hogar, no solo a preguntar cuántos lo habitan sino a saber qué tienen y, especialmente, qué les falta. Y, tras conocer las necesidades de sus habitantes, de la manera más directa posible, un gobierno que se respete a sí mismo trabaja para satisfacerlas.
El problema de Bolivia es que, por el panorama de confrontación que se vive actualmente, pareciera ser un país que no se respeta a sí mismo.
Por todo lo que se ha visto y escuchado, desde el momento mismo en el que se convocó el censo hasta el cabildo realizado en Santa Cruz, pasando por la decisión de postergar el recuento poblacional hasta 2024, el trasfondo del asunto no es saber cuántos habitantes tiene Bolivia sino dónde viven estos, para repartir sus recursos en función a esos datos. Y esta no es una especulación, ni siquiera un ejercicio interpretativo porque los líderes cruceños lo han dicho con todas sus letras. Es más… precisamente en ese cabildo, el rector de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno, predijo que, dentro de poco, media Bolivia vivirá en Santa Cruz.
Analizar las causas y consecuencias del proceso migratorio que, en efecto, ha convertido al Departamento de Santa Cruz en el más poblado del país no es el propósito de este editorial, aunque hay que recordar que la fecundidad de su suelo, gracias a un clima benigno, lo ha confirmado como lo más parecido a un paraíso que existe en este país.
No se niega, entonces, el crecimiento poblacional de Santa Cruz, pero se debe tomar en cuenta que este no es el resultado de una explosión de natalidad, sino de la migración, que no es un fenómeno natural, sino social. ¿Acaso no se debe analizar las causas del que ya es el proceso migratorio interno más importante de nuestra historia?
Pero de eso no ha hablado el gobierno, ni siquiera la oposición que, como se puede ver, tampoco se respeta a sí misma porque ya ha cerrado filas en torno a la exigencia de que el censo se realice en 2023, tal como ha dictaminado Santa Cruz. Y sus razones son, repetimos, económicas, no de búsqueda de desarrollo.